Por Filiberto García de la Rosa

Hace tiempo me propusieron trabajar en un proyecto que se ubica dentro de la didáctica de la lectura y la escritura, lo cual me pareció excelente, hasta que me dijeron que este proceso lo vivirían estudiantes de licenciatura y leerían libros infantiles. Yo desde mis creencias dije que eso no les llamaría la atención, que no sería interesante para quienes participarían y, recurriendo a mi experiencia como docente, recomendé algunos textos que me han funcionado muy bien en el salón de clases.
En ese entonces creía que el interés era fundamental para convertirse en lector, pero en una realidad, donde cada cabeza es un mundo y cada quien tiene intereses diferentes, la tarea es casi imposible. Sin embargo, he leído bastantes tesis donde los estudiantes de licenciatura y hasta de maestría, depositan esfuerzos para conformar un vademécum de cuentos y novelas que pretenden generar amantes de la literatura. Hoy en día, existen investigaciones donde el objeto de trabajo se ubica en generar interés en niños de primaria, con la única herramienta de escuchar y responder preguntas previamente elaboradas por el investigador.
Convertirse en lector no ocurre por ninguno de los aspectos antes mencionados, es el producto de un quehacer que parte de la colectividad, pues como lo mencionó Villoro, a diferencia del dinero, nuestras lecturas son algo que deseamos compartir con los demás casi de inmediato. En este campo es importante reconocer los aportes de las investigaciones de Lerner, Castedo, Kaufman, Wallace, Munita, entre muchas y muchos otros que han aportado elementos indispensables para la formación de lectores y escritores.
El lector se forma a partir de escuchar leer a los otros y de leer para la otros, pero el proceso no debe ser mecánico, sino que implica momentos de reflexión, de discrepancia y de aceptación, un acto que invita a los participantes a regresar al texto para comprobar sus afirmaciones. Se trata de construir un sentido que bañe la experiencia con esa extraña alegría que sentimos cuando descubrimos nuevas interpretaciones en algún libro.
Así fue como pude encontrarme con un escritor e ilustrador australiano de nacimiento, un autor que, con libros de muy pocas hojas y pocas palabras, ha generado horas de charlas y disertaciones en torno a sus cuentos. Oliver Jeffer es creador de literatura para niños, quien tiene claro que también debe cautivar a los adultos, por ello, sus historias tienen una complejidad que navega entre lo evidente y lo oculto en sus ilustraciones.
Oliver Jeffer tiene libros maravillosos, entre mis preferidos están: El niño come libro, Hay un fantasma en la casa, Perdido y encontrado y, desde luego, Una niña hecha de libros; este último título lo hizo en colaboración con Sam Winston. La edición del Fondo de Cultura Económica, en su presentación de pasta dura, es sobresaliente. En la portada está dibujada una niña azul sentada sobre un libro rojo que tiene una chapa dorada en el centro, en el lomo del mismo dibujo, el nombre de los autores custodiados por dos franjas del mismo color.
La niña hecha de libros, después de hacer interpretaciones, puede ser la literatura, la imaginación que vuela al mínimo testereo de los ojos con las letras de las hojas pálidas, pero también puede ser miles de cuentos infantiles que rondaron nuestra infancia, ya sea porque nuestros padres los narraron al pie de nuestra cama o porque directamente los leímos. Esta historia tiene en la segunda página de la narración, a una niña que navega sobre olas formadas con letras, mientras se sostiene con la mano derecha de un mástil, con la otra, se cubre el sol para observar con mayor facilidad a lo lejos.
La niña se encuentra con un compañero, quien vive en soledad, aislado en una casa que huele a vacío, donde los adultos sólo tienen disponibilidad de tiempo para cosas importantes. El niño puede ver a través de las palabras cientos de historias que brotan de la imaginación inaprensible. Así, al lado de su acompañante, descienden a profundidades indescriptibles, escalan montañas inclinadas y escarpadas, navegan por riachuelos que, colmados de mansedumbre benévola, van a desembocar en grutas oscuras donde encuentran un tesoro.
La imaginación se desborda y los paisajes por los que transitan los personajes están realizados, literalmente, con palabras. Aparecen los títulos de cuentos, los autores de algunos libros, los personajes de historias de dominio popular. Durante este recorrido el niño y la niña se reconstruyen, se alimentan uno al otro, ninguno de los dos será el mismo después del encuentro. En este caso ocurre lo que muchas personas sostienen, y eso es, que el texto elige al lector para integrarse a su vida.
Jeffers y Sam Winston construyen en este libro una historia donde muestran la interacción entre los lectores y el mundo de las historias, esos textos que permiten recostarse sobre nubes o hacer cosas tan imposibles como gritar en el espacio. Somos seres hechos de historias y siempre dispuestos a contar alguna de ellas, nuestra memoria funciona como una especie de galería que conserva aquellos elementos que nos parecen relevantes, que nos asustan, que nos mantienen quietos o nos hacen brotar una sonrisa. Somos seres hechos de libros, de imaginación, de esperanza y de alegría.
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